sábado, 23 de abril de 2016

¡Qué terco es el sapo!




Escrito por: Alejandro Rutto Martínez


El personaje llegó sin saludar y se acomodó sin pedir permiso a los dueños de la casa, el hecho no me hubiera molestado en lo más mínimo de no ser por dos cosas: La singular criatura de enorme fealdad a los ojos de la mayoría no había sido invitada. Y segundo porque el lugar al que había llegado con semejante frescura era, ni más ni menos, mi propia residencia: Se instalo en cierto lugar en el que no tardó en amañarse, porque allí encontró lo que necesitaba alojamiento, y comida.

Esta última, vale decirlo,  la ganaba con el sudor de su propia frente o, para ser más preciso,  con el sudor de su propia lengua. Mi inesperado huésped era un individuo del grupo de los batracios definido por el Diccionario de la Real Academia Española como “anfibio, anuro, de cuerpo rechoncho y robusto, ojos saltones, extremidades cortas y piel de aspecto verrugoso”.  Era dueño de dos enormes ojos y de cuatros extremidades  terminadas en manos multifuncionales y completaba su dotación una boca gigantesca y una lengua larga y pegajosa con la cual casaba toda clase de pequeños insectos.

Con el paso de los días ya no me resultó tan extraño y a decir verdad comencé a tenerle algo parecido al afecto y hasta me habría convertido en su amigo, de esos que le preguntan al otro por su trabajo, por las ganancias del día, cosas por el estilo, pero surgió algo inesperado: los de mi familia me pusieron  a elegir:  el sapo o ellos.

Y  tuve que escoger y no propiamente me incliné por el intruso. Le comunique mi decisión  y aunque el idioma sapuno es de los que nunca aprendí a hablar,  debió entenderme porque se abandonó a los brazos del nerviosismo y empezó desesperadamente a cumplir mi perentoria  orden de desalojo solo que a bases de una estrategia alocada y a todas luces equivocada y en lugar de salir por la puerta,  completamente abierta,


pretendía hacerlo saltándose lo que para él debía ser una infinita pared de tres metros, coronada por un techo de concreto cuya perforación hubiera dado un buen trabajo al mismísimo Clark Kent entalegado en el uniforme de Superman.

Quise ayudarlo con una escoba. Lo empujé con cuidado pero logró escabullirse de nuevo y continuó con su inútil ejercicio de saltar contra la pared con la intención de destrozarla o de pasar por encima de ella.  Un poco confundido por su actitud  recordé a Biroco el más alto de mis compañeros de 7º quien resolvía sus diferencias con los sapos y los demás animalitos utilizando métodos criminales que hoy,  en los tiempos de la protección al medio ambiente,  le habrían valido como mínimo una demanda  ante la Corte Penal Internacional.

Reprendí el momento en que me vino a la cabeza Biroco y su salvajismo; y regrese a la realidad de mis pobres resultados en el prolongado operativo de desalojo, dejé las cosas como estaban confié en el que el tiempo haría su parte, y dejé al sapo en paz en su refugio.

Un buen día desapareció de mi vista y entonces respiré alivio, pues también declino la presión que me hacia la familia, dudo mucho que el sapo hubiera salido por un sitio diferente a la puerta, y no puedo dejar de  pensar en todo el tiempo perdido por él y de paso por mí, debido a su terquedad de tratar de salir por el lugar que no era; tampoco fue posible ignorar el número de personas   pertenecientes al género humano,  intelectual y evolucionado,   utilizan la estrategia sapuna de estrellarse  contra la pared dura de la terquedad sin concederse la opción  de mirar a otro lado y encontrar  lugares, villas, y caminos despejados a través de los cuales puedan iniciar su tránsito hacia la cumbre del ÉXITO.

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