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jueves, 21 de abril de 2016

Historias del aeropuerto (Parte 3)




Heinrich Heine:   Si quieres viajar hacia las estrellas, no busques compañía.


Escrito por: Alejandro Rutto Martínez


Recomendación: este fragmento pertenece a un relato titulado LOS SECRETOS DEL ALMENDRO  que se ha publicado en tres entregas. Para comprenderlo mejor te invitamos a leer las dos partes anteriores en esta misma página. 

El avión se detenía en la pista. Sí, se detenía después de haber arrancado.  Una camioneta con los emblemas del Hospital se acercó y bajaron a una mujer que tenía  "la barriga hinchada”, al decir de un voceador de prensa.
-La barriga hinchada no, lo corrigió alguien. Está embarazada y está en trabajo de parto. De seguro la llevan al hospital para que la atiendan.

Todos se concentraron en la mujer y en los que la auxiliaban pero solo yo vi que alguien trató de bajar del avión pero lo jalaron desde adentro y lo obligaron a entrar. La puerta se cerró una vez más y el avión reanudó de nuevo su marcha para despegar y elevarse por los aires para su cotidiana confrontación con el viento, su encuentro con las nubes y el peligroso juego en el que desafiaba la gravedad, la más democrática de las leyes existentes.

Cuando la aeronave aún no tomaba gran velocidad apareció en la pista un singular personaje dando fuertes voces que superaban en intensidad el fuerte  ruido de los motores. Al tiempo que gritaba corría y gesticulaba para llamar la atención de los ocupantes del avión. Corrió con tanta velocidad  que logró ponerse cerca de la ventanilla de los pilotos y les hacía señas para que se detuvieran y les abrieran la puerta.

Era un hombre alto, como de 50 años de edad, flaco, de camisa blanca, pantalón blanco y vestido marrón. Vestía exactamente como el excéntrico vendedor de lotería de la calle 15. Lo reconocí al instante como el hombre que en el vuelo de la mañana había corrido detrás del último taxi del aeropuerto. Al parecer su destino era correr de un lado a otro y era lo que había hecho a lo largo de esa jornada: en la mañana corría desesperado para alcanzar un taxi y ahora corría, quién iba a creerlo, detrás de un avión en marcha por el oscuro asfalto de la pista de un aeropuerto de pueblo.

Todas las miradas se fijaron en el desdichado pasajero en su alocada e inútil carrera detrás del monstruo de los aires.  Yo me dediqué a verlo a él pero también miraba hacia las ventanillas en donde pude divisar el rostro nervioso de algunos viajeros y creí alucinar cuando me pareció presenciar un forcejeo en el interior de la nave.
El avión tomó el impulso final y levantó vuelo hacia los aires a una velocidad mayor que la del más rápido de los automóviles de la ciudad. Tuve la idea de que no había tomado el rumbo de costumbre y supuse que estaban tomando las previsiones necesarias para evitar los riesgos relacionados con  el mal tiempo anunciado por las autoridades meteorológicas. 

Miré la veleta de tela raída y color rosado desteñido: supe que el viento no soplaba en la dirección este-oeste acostumbrada sino en sentido totalmente contrario. ¿Sería por eso que el avión tomaba una ruta distinta? ¿O eran sólo ideas mías?

No tuve tiempo para seguir pensando en esto porque las fuertes voces del pasajero retrasado llamaron mi atención. Había dejado el maletín sobre una mesa y  se pasaba su pañuelo blanco sobre gruesas gotas de sudor (¿o agua?) que inundaban su frente. Ese día fue testigo de todas las maldiciones que un hombre puede decir cuando su frágil espíritu es abandonado por el dominio propio y se entrega mansamente en los brazos de la ira. 

Maldecía a la aerolínea por desconsideración con sus viajeros frecuentes; insultaba al piloto porque, a pesar de haberlo visto, no hizo lo posible para detener la nave; despotricaba contra el sistema aeronáutico nacional por su falta de previsión para atender casos como el suyo; se quejaba del tráfico pesado de una ciudad de calles inservibles en donde era imposible que alguien llegara a tiempo al aeropuerto; se lamentaba de las reuniones a las que no podría asistir esa tarde y decía palabras tan groseras que me hicieron recordar la pelea de dos comadres (la vendedora de arepas y la curandera) en la puerta de mi colegio la semana anterior.  

El hombre tenía un arsenal de epítetos contra el gerente de la aerolínea, contra los taxistas, contras los reguladores de tránsito y contra todo el que se le ocurriera.

Solo se calmó cuando Adelino, el gerente del Hotel Familiar, se le acercó, le puso la mano en el hombro y le habló en tono pausado:

-Deja la rabia, le dijo. Vámonos para el hotel, almorzamos y después jugamos dominó toda la tarde. Tú casi no descansas, aprovecha y disfruta de la tarde. Mañana temprano te vas en el primer vuelo. El alojamiento de hoy es por cuenta de la casa. ¿Te parece bien?

El tipo recogió de nuevo el maletín, echó su última maldición y se dejó guiar de mala gana por Adelino, rumbo al hotel en donde pasaría aquel fuerte aguacero y jugaría una partida de dominó que le ayudara a sobreponerse de la rabia que sentía. Casi nadie quedaba en el aeropuerto y el avión era un punto invisible en esa porción de cielo por la que nunca había visto circular una aeronave.
Cuando tomé mi bicicleta para regresar a casa vi por última vez al pasajero de la corbata junto con su hospedador. Juntos marchaban hacia el mejor hotel de la ciudad, sin tener la menor idea de lo que había comenzado a suceder.

Leer la parte 2

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