lunes, 18 de abril de 2016

Historias del aeropuerto (Parte 1)

Forugh Farrojzad:  "Hay una calle que mi corazón se ha robado de los barrios de mi infancia".



Escrito por: Alejandro Rutto Martínez
Ir todas las mañanas al aeropuerto San José era todo un deleite por aquella época en que en las tertulias familiares aprendí que tenía nueve años bien cumplidos y estaba comenzando a ser “todo un hombrecito”.   Contrariando las recomendaciones de sus amistades más cercanas mi padre había comprado un lote en lo más remoto de la ciudad, a solo trescientos metros del aeropuerto, en un lugar desde donde, según el decir popular, se devolvía la brisa.  Pero como Ernesto (así se llamaba mi papá) no era de los que cambiara de opinión fácilmente, siguió adelante en su singular proyecto de construir su casa cerca del lugar en donde anidaban los ruidosos aviones de la época. Y decidió construirla como se hace lo que uno más quiere: a puro pulso. Literalmente, a puro pulso.

A puro pulso cargó él mismo la arena en un arroyo seco rodeado de alegres trupillos e impregnado por el olor reconfortante de un corral de chivos cercano; a puro pulso fabricó él mismo los bloques de cemento con sus propias manos; a puro pulso cargó el cemento en su vieja camioneta Dodge 100 y la transportó al terreno de  1600 metros cuadrados en donde comenzó a edificar la casona que para él, para mí, para mis hermanos y para nuestra larga lista de parientes, se convirtió en el mejor vividero del pueblo.

Lo que más me gustaba era su cercanía con el aeropuerto pues eso me daba la oportunidad incomparable de comprar el periódico recién bajado del avión a las 7 de la mañana y enterarme de las caóticas noticias del  Medio Oriente, de las victorias del Junior y el Atlético Nacional, de los discursos de los candidatos a la presidencia y podía leer los editoriales de Guillermo Cano en El Espectador. No parecía ser una distracción propia de un nueve añero desgarbado, pero todo eso me gustaba.

También pude aprender a manejar bicicleta en la única avenida pavimentada del pueblo, la que conducía desde el Centro hasta el terminal aéreo,  y mirar el familiar paisaje en que un grupo de perros macilentos se disputaban la maloliente  basura con tres descoloridos goleros junto a un charco en que millones de larvas se preparaban para afrontar la edad adulta.

La bicicleta heredada de mis hermanos mayores acusaba algunos pequeños desperfectos: los pedales desobedecían el movimiento de mis pies, los frenos tenían una acción retardada, el neumático trasero había sido reparado 32 veces y el manubrio llevaba el pequeño vehículo en la dirección contraria a la que le indicaba la voluntad del ciclista. Yo quería esa vieja bicicleta por una razón muy especial: no era, realmente una bicicleta. Era MI bicicleta, mi única pertenencia,  y la quería más que todos mis zapatos viejos y mi colección de carritos de  lata de sardina y ruedas de checas de gaseosa.

Un día de octubre me fui para el aeropuerto antes que mi mamá me llamara para servir el desayuno de arepas y chivo guisado, tal como lo hacía todos los sábados desde cuando nos mudamos a nuestra nueva casa.  Sé que era un día de octubre porque era el único mes del año en que llovía en toda la región y recibíamos desde el cielo la bendición del agua dulce y abundante que no disfrutábamos en ninguna otra época del año. En dos minutos ya estaba frente a la Virgen de la Inmaculada Concepción, la cual les daba la bienvenida a todos los visitantes. 

Bajé de mi bicicleta con el mismo orgullo con que los vaqueros del oeste se apeaban e sus bestias en las películas del Teatro Sandra y la estacioné junto al marchito árbol de almendras en donde la noche anterior los clientes del Bar “Rosa María” habían llorado sus penas durante la noche anterior. 

Caminé con paso rápido hacia la concurrida sala de embarque en donde  se mezclaban los sonidos inconfundibles del progreso, los lenguajes ininteligibles de otras latitudes y el sudor de viajeros expertos y ágiles que iban de un lugar a otro sin importarle la bicicleta desvencijada de un niño que llegaba todos los días a vivir la aventura de ver el aterrizaje y el despegue de aviones surcados por las cicatrices el tiempo

Pero esa mañana de octubre en que dejé mi bicicleta al lado del viejo almendro no era una mañana cualquiera.
Continuará…

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